España dispone de uno de los mayores patrimonios artísticos del planeta; en Europa sólo Italia aventaja a nuestro país. Igualmente, el caudal de archivos, museos y grandes bibliotecas –ay, por lo general antiguas– es enorme. Una historia larga, una afluencia y enraizamiento de culturas distintas y un poder imperial, que fue hegemónico durante bastante tiempo, han dotado a nuestras tierras de una riqueza artística que se nos antoja inagotable, no deja de sorprendernos y, en todo caso, constituye un testimonio incomodísimo de la grandeza pasada para quienes, ahora mismo, intentan arrasar y desmontar la nación.
Sin embargo, no parece un gran descubrimiento afirmar que la mayoría de los españoles no es consciente del valor cultural y sentimental de tantas maravillas como les rodean. Tan sólo en las últimas décadas, desde que empezó el turismo, por todos los rincones se ha despertado un interés menestral, de tenderos cazurros, a la vista del valor económico –en ocasiones muy exagerado por la exaltación localista o la ignorancia– de cualquier piedra sospechosa de neolítica, de un oratorio medieval o del inevitable vestigio moruno, cierto o inventado. Pero, en el fondo, las gentes del lugar, los cuatro que quedan, siguen sin comprender que los de la capital pierdan tiempo y dinero acudiendo a contemplar un ratito la iglesia mozárabe o los frescos góticos que jamás despertaron su curiosidad.
Con todo, amigo lector, sálgase de las carreteras principales y aun secundarias, atrévase a maltratar la suspensión de su auto o a quedarse sin taller de reparaciones y obtendrá como premio el prodigio de las ermitas románicas de Lugo y Orense, de la plateresca y renacentista Baeza o del gótico abrumador y aéreo en cualquier poblacho del siglo XV y no se me enojen los de Colmenar Viejo si cito su pueblo como ejemplo. Toda nuestra geografía rebosa de semejantes prendas y lo mismo puede decirse de los archivos antiguos. Pero nuestro objetivo no es escribir un folleto turístico ni uno de esos panegíricos hueros de exaltación patriótica que tanto nos aburren, tan sólo recordar que si todo eso existe es porque aquí hubo un país que –a veces pienso– muchos españoles actuales no se merecen.
Pero las poblaciones rurales se radicaron en las ciudades, emigraron de unas regiones a otras, como había sucedido siempre; y algunos transterrados o sus hijos se dedicaron a la política, que no es precisamente Academia ni Parnaso, y mostraron sin rubor ni complejo alguno la inconmensurabilidad de sus agujeros. Hace ya años –unos veinte– se difundió con sordina una encuesta terrible: más del 80 % de los afiliados a UGT no había leído nunca un libro y, como un mínimo de justicia distributiva nos exige repartir extrapolando de modo razonable el dato, no es descabellado suponer que los de CCOO y sus partidos hermanos PSOE y PCE no andaban mucho mejor; ni tampoco hay motivo conocido para soñar que el panorama haya cambiado en las dos décadas transcurridas: nos conformaríamos con que no se hubiera agravado.
De ahí surgen brillantes próceres (y próceras, que diría Dixie la Anglicana) investidos de ministros, secretarios generales o presidentes del gobierno; surgen los inexistentes títulos de Roldán, Montilla, Pepiño Blanco; o el Héctor héroe bíblico de González, las tortugas que no son reptiles de Guerra, la extratégia de Rodríguez, los anglicanismos de la Anglicana o la Inquisición del XIX descubierta por Manuela de Madre. El circo completo de analfabetismo funcional aupado al machito. Qué le vamos a hacer si ésa es la grandeza y servidumbre de la democracia: cualquiera puede llegar a La Moncloa, como prueba cumplidamente el inquilino presente.
No obstante, si el dato de UGT no es para la conmiseración ni el pitorreo –no más lamentable indicio del estado cultural de España– , en el caso de los dirigentes que ocupan cargos públicos, el asunto no es para bromas, porque ellos deciden la política educativa, atienden o no a museos y bibliotecas, firman acuerdos internacionales, prestan y mueven nuestro patrimonio a su capricho y conveniencia personal o política cortita y, al igual que los interesados aldeanos que citábamos más arriba, siguen sin verle valor intrínseco al arte, a la documentación antigua o moderna, al rescate del folclore. O ponen en danza permanente el Museo del Prado. Y ahí tenemos el Archivo de la Guerra Civil en Salamanca.
Ya está dicho todo sobre las motivaciones de Rodríguez para desguazarlo, sobre las de Mayor Zaragoza presidiendo una chusca comisión nombrada a dedo por el peligroso tándem Rodríguez-Anglicana, acerca del dictamen y opinión negativos de técnicos propios y extraños ajenos al pesebre socialista (¡lo último que hay que hacer con un archivo es trocearlo, Dios mío!). Todo eso está dicho. Pero faltaba la aportación, siempre original e inestimable, de Izquierda Unida. Está bueno que Julio Anguita, en Córdoba, entregara dos iglesias para sendas mezquitas o la Torre de la Calahorra a la muy integrista musulmana Fundación Garaudy; o que una chiquita también de Córdoba –¿qué mal de ojo califal arrastra esta preciosa ciudad para tanto disparate?– cuyo nombre no recuerdo y concejal por más señas, ande pidiendo la entrega de Ceuta y Melilla a Marruecos para purgar nuestro pasado imperialista, o que el inigualable Llamazares suscriba de la cruz a la fecha el proyecto de Estatuto de Cataluña.